De trekking entre Kalaw y el lago Inle

En Myanmar dicen que llegar a Kalaw, un pueblo de montaña a 1300 metros de altura, es lo más parecido a tocar el cielo. Si vienes de Bagan (a unas siete horas de autobús) puede parecértelo: el calor de la ciudad de las 2.000 pagodas aquí no abrasa, hasta corre algo de viento. Y aunque la ciudad en sí no tiene más que un mercado, un templo y tres calles principales, sus alrededores están llenos de pequeñas aldeas donde se asientan distintas etnias, y también de montañas desde las que hay unas vistas estupendas. Por eso se está convirtiendo en «capital» del trekking en Birmania: junto al mercado hay varios locales diminutos de los que cuelgan carteles informando que se organizan caminatas de la duración que uno quiera. Y la mayoría de quienes llegan hasta aquí buscan eso: recorrer la zona a pie pasando por pequeñas aldeas que siguen viviendo como hace un par de siglos.

Kalaw está a unos 60 kilómetros al oeste del lago Inle. Así que una de las opciones es hacer ese recorrido caminando para llegar al famoso lago y así matar dos pájaros de un tiro. En casi todos los hoteles se puede contratar el trekking, igual que en los puestos del mercado, pero unos españoles que conocimos en Bagan nos recomendaron los que organizaba un tipo llamado Sam, y nos plantamos en su local. No fuimos los únicos: prácticamente todos los turistas que se encontraban en Kalaw aquel día estaban allí, haciendo cola en su restaurante.

Al parecer fue de los primeros en organizar rutas desde Kalaw guiando a extranjeros, y poco a poco se ha hecho el Amancio Ortega del trekking: tiene 26 guías disponibles para hacer toda clase de rutas de distinta duración (el hombre ya está mayor y sólo explica a los clientes qué verán y por dónde pasarán). Nos contaron que la ruta hasta el lago Inle se suele hacer en tres días, pero si queríamos dejarlo en dos podían organizarlo llevándonos en furgoneta hasta donde acaba el trekking del primer día y retomando desde ahí el camino. Las mochilas te las mandan donde vayas a quedarte en Inle para no ir cargado con un montón de kilos a la espalda. Y los desayunos, comidas y cenas están incluidos, igual que el alojamiento –duermes en casa de uno de los vecinos de las aldeas que cruzas-.

El precio son unos 13 euros por persona y día que se van rebajando si hay más gente interesada en la misma ruta coincidiendo con tus fechas, a los que hay que sumar el precio de la furgoneta (otros 13 euros a dividir entre todos los miembros del grupo) y también el del bote que te lleva desde el pueblo de Tonle hasta Nyaungshew, al norte del lago, donde están la mayoría de los hoteles más o menos económicos de Inle (también 13 euros a dividir entre todos).

De caminata con Ku Ku y Bo Bo

A la mañana siguiente conocimos a nuestra guía, una chica de 21 años que llevaba ya un año andando de aquí para allá con los clientes de Sam’s Family. También a un chaval de 17 que nos presentaron como el cocinero (llevaba una mochila diminuta a la espalda supuestamente con todos los ingredientes de las comidas para dos días, así que tenía pinta de que íbamos a pasar hambre -luego fue todo lo contrario, aquel par de días comimos mejor que en toda nuestra estancia en Myanmar-). Ella se llamaba Ku Ku y el cocinero Bo Bo. Por eso cuando «Ki Ke» dijo su nombre se partieron de risa diciendo que podría ser birmano. También venía con nosotros Corina, una chica alemana muy maja que hablaba español casi mejor que nosotros (había vivido 6 años en Perú) y con quien habíamos coincidido en la estación de autobuses de Luang Prabang, en Laos – lo de encontrarte a la misma gente en distintos países de tu ruta es mucho más frecuente de lo que podría parecer, pero ya os hablaremos de eso en otro post-.

Después de unos 40 minutos de coche llegamos al punto de salida del trekking, que parecía estar en mitad de la nada. Y así, con toda la solana, empezamos a caminar. Ku Ku contaba que ahora, en época seca, todo estaba más amarillo y los campos de arroz se sustituían por huertos de otros productos. Si queríamos ver todo aquello en pleno esplendor tendríamos que volver en época de lluvias, cuando a ella le gustaba más el trekking. No sólo porque el campo estaba verde y hacía menos calor sino también porque acababas avanzando sin caminar: como todo está lleno de barro en esa época, lo normal es que vayas de resbalón en resbalón y se llegue en menos pasos.

Una hora después de empezar llegamos al primer poblado, donde una abuelilla de una de las etnias de esta zona tejía bajo un puesto de bambú. Hasta él se acercaron un montón de críos a ver a los guiris (nosotros) entre risas, mientras tomábamos un té que había preparado la señora que tejía. La mayoría de quienes andaban por allí no solían moverse de su aldea, salvo quienes se dedican a vender artesanías, que van al menos una vez a la semana a Kalaw o Inle. Y es que según Ku Ku, no les hacía falta: en su aldea tenían todo lo que necesitaban para comer. De hecho lo que cultivan en su mayoría no es para la venta, sino para ellos mismos. Los principales cultivos son el arroz, el jengibre, el chile y los cacahuetes, de los que sacan el aceite para cocinar, aunque también se veían algunas hortalizas. El resto de la dieta se basa en leche, pollo y huevos que obtienen de sus animales.

Entre el padre y la madre de cada familia se organiza la logística doméstica: en época de siembra es el hombre quien va al campo mientras la mujer se ocupa de la casa y en tiempo de recogida se cambian los papeles: la mujer va al campo y el hombre se queda con los niños, aunque al parecer la mujer sigue encargándose de la cocina (aquí tampoco ha llegado la conciliación familiar de verdad).

En esas explicaciones andábamos cuando llegamos a la segunda aldea, que estaba de celebración porque aquel día era la ceremonia de los novicios, los niños que se preparan para ser monjes. Todo un espectáculo que también dejamos para otro post. Un rato después paramos en una tercera aldea, donde Bo Bo anduvo buscando una casa que le prestara una cocina. El tío hizo magia, y de su mochila salieron unos seis platos buenísimos que comimos una hora después en la misma casa donde los cocinó, de la que entraban y salían distintos miembros de la familia (tiene que ser raro que unos extraños te invadan tu casa, pero allí estuvimos, de «okupas» momentáneos).

Ya por la tarde llegamos a la aldea grande, donde dormiríamos. Mientras Bo Bo se daba una vuelta en busca de una casa donde nos dejaran dormir, nos acercamos al monasterio del pueblo. Hasta que el monje que lleva décadas viviendo allí se encontró bien, los turistas podían dormir en él. Ahora eran tres los monjes que tenían como casa aquel monasterio, aunque sólo andaba por allí el más mayor, intentando sacar un clavo de una madera con mucho esmero. Como nos habían dicho que el hombre estaba un poco sordo Kike le hablaba muy alto, medio en inglés medio en español a pesar de que el buen hombre no hablara ninguna de las dos lenguas. Y el caso es que parecían entenderse, vete a saber por qué.

En aquel pueblo meteríamos la pata unas cuantas veces. En el monasterio me subí a una parte un escalón por encima del resto del suelo para hablar con el monje, y cuando Ku Ku entró puso cara de susto. Acto seguido pidió perdón unas diez veces. Por lo visto a las mujeres no se les permite subir a esa parte del monasterio, aunque el monje no dijo ni mu, limitándose a sonreír. Después, en la casa donde acabamos durmiendo, Kike se sentó en un carro y acabó volcándolo (la parte «buena» para sentarse era justo la opuesta). Cinco minutos más tarde pasamos por la única tienda del pueblo donde vimos unos cigarros envueltos en una especie de hoja de plátano que Kike quiso probar. Cuando lo encendió se llevó un rapapolvo de una de las vecinas. En las aldeas sólo está permitido fumar en las casas o en la calle siempre que te quedes parado, no mientras vas andando.

Total, que empezamos regular la tarde. Aunque el resto del día se dio bastante bien. Bo Bo encontró sitio en casa del señor U Lo (en muchas partes de Myanmar, cuando los hombres se casan o siguen solteros pero ya se consideran mayores -hacia los 30 años- se rebautizan poniéndose una «U» delante). Tanto él como su mujer aparentaban unos 65 años, pero según nos contaron ambos tenían 41. Por eso pensaron que estábamos de broma cuando Kike dijo que tenía 42. Y como era el más abuelillo de los que estábamos allí le tocó servir al resto de los comensales en orden descendente según la edad de cada uno.

El matrimonio vivía con sus tres hijas, que aún no se habían casado. Cuando lo hicieran convivirían con sus suegros en la misma casa, excepto la pequeña, a la que siempre corresponde la casa familiar -en ese caso es el marido el que se traslada al hogar de la mujer-.

U Lo era un tipo muy simpático que tenía la misma curiosidad por nosotros que nosotros por él. Preguntaba mirándote a los ojos, como si estuvieras entendiendo lo que decía. Después esperaba la traducción de Ku Ku sin dejar de mirarte, y cuando le respondías, hacía como que te entendía aunque realmente hasta que Ku Ku no volvía a traducir no tenía ni idea de qué habías dicho. Se partía de risa con las fotos en las Kike aparecía con barba, que no se lleva mucho por aquí. Y quiso aprender dos palabras en español, las que según él eran más importantes: una era gracias; la otra, luna.

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