Cambio de ruta: parada en Nicaragua

«Aaaay, ¡me troné la columna!», dijo un chaval de unos 7 años que iba sentado junto a nosotros en el autobús. Seguramente sería verdad: llevábamos 16 horas de viaje (aún faltaban otras dos) sin bajar del autobús que habíamos cogido en Ciudad de Guatemala. Y aunque los asientos son cómodos, al final el cuerpo nota tanta tralla. Pero mereció la pena más que de sobra. Aunque no estaba en nuestros planes, durante estos días nos habían hablado tan bien de Nicaragua que decidimos dejar Costa Rica para más adelante, así que tras cruzar El Salvador y Honduras en el autobús que había «tronado» la espalda a nuestro compañero de viaje, llegamos al país de la revolución sandinista y los escritos de Rubén Darío. Pero resultó ser mucho más que todo eso.

Pasamos dos días en Managua, donde un taxista nos habló de los «azotes» de los barrios conflictivos («esos que si los agarra la policía, malo, pero si los agarra un particular, peor»), asegurando que la fama de inseguridad de la capital de Nicaragua tiene razón de ser tan sólo en algunos barrios y a determinadas horas. De hecho, lo único que se respiraba al circular por sus calles era tranquilidad… hasta que llegamos al Puerto de Salvador Allende, donde de repente nos encontramos ante una feria algo surrealista y gigante, con toda clase de atracciones. Por allí pasaban un montón de autobuses rosas (el color de Poder Ciudadano, una especie de brigadas vecinales promovidas por el Frente Sandinista de Liberación Nacional de Daniel Ortega, ahora en la presidencia) cargados con familias enteras. Preguntamos al conserje del Teatro Rubén Darío, al lado de la macroferia, si es que se estaba celebrando el patrón de Managua o algo parecido, pero nos contestó que no. «Es que están ustedes en el parque de la niñez feliz», respondió. Por él nos enteramos de que, desde hace tres años, el Gobierno pretende asegurar unas Navidades felices a todos los nicaragüenses desde finales de octubre yéndolos a recoger a sus barrios en aquellos autobuses de forma gratuita y dándoles acceso a las atracciones sin pagar. Parecíamos ser los únicos que no tenían intención de subir a ninguna montaña rusa. Quizá porque también éramos los únicos turistas que andaban por allí, así que pudimos ver la Antigua Catedral, el Palacio de la Cultura y el Palacio Presidencial completamente solos.

Cruzando algodones de azúcar, globos de colores, puestos de comida de feria y demás llegamos a la laguna de Tiscapa, donde hay unas vistas espectaculares de esta ciudad. Nos lo había contado Jorge, un tipo muy risueño, como la mayoría de los nicaragüenses que conocimos, y amante de la fiesta que hablando de todo un poco nos dijo que era mucho mejor ser «amigo de ombligo» que marido, así que él había decidido olvidarse de subir al altar. Así le quedaba más tiempo para acercarse a Fuente de vida, un local para tomar cervezas y copas donde se echaba unas carcajadas viendo la parodia de Pimpinela que a diario ofrece el local.

Después de un baño en la piscina del D’Lido, un hotel bueno, bonito, barato y sobre todo muy acogedor, donde la recepcionista aguantó con una paciente sonrisa la retahíla de preguntas que le soltamos sin respirar, tuvimos una charla poco productiva con Rosita, el loro que andaba por allí, y a dormir. A la mañana siguiente salimos a León, una ciudad llena de carteles en homenaje a la revolución, donde también reina el buen ambiente y es fácil sentirse a gusto. Pero resultó que la siguiente parada, Granada, resultó ser aun mejor.

 

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