Cruzando la frontera entre México y Guatemala

El otro día un tipo muy filosófico nos dijo, cervezas mediante, que el mundo entero se aparta cuando ve pasar un hombre que sabe a dónde va. El problema es que nosotros no lo teníamos muy claro. El siguiente destino era Guatemala, pero había varias opciones para entrar, aparte de la más rápida, el avión, que no entraba en el presupuesto. Desde donde nos encontrábamos, San Cristóbal, lo más fácil parecía llegar a Comitán, donde se encuentra el cañón del sumidero, y desde ahí, cruzar en autobús. La otra era subir a Palanque y cruzar la selva de Lacandona en barca desde la frontera Corozal. Después de muchas vueltas decidiendo entre cañón del sumidero o selva de Lacandona y Palanque, decidimos que aunque hubiera que coger de nuevo varios autobuses, una furgoneta y la barca, Lacandona y Palanque prometían mucho. En lo de las ruinas no nos equivocábamos: Palenque tiene una fama merecida albergando una de las ciudades mayas mejor conservadas en mitad de un paraíso natural. Donde no andamos muy finos fue en el recorrido por la selva.

Y no porque la selva no fuera tan espectacular como nos habían contado por aquí, sino porque la vimos desde la ventana de una furgoneta. Para disfrutar de ella tendríamos que haber cogido un guía durante un día para cruzar a la mañana siguiente el río Usumacinta que separa México y Guatemala, pero nos enteramos algo tarde (unas horas después de hacer el recorrido para ser exactos). El paseo en barca tampoco fue lo prometido: en menos de dos minutos el barquero gritó, «¡Guatemala!», así que la media hora de la que nos hablaron quedó bastante reducida. Luego supimos por qué: resulta que la barca nos dejó en La Técnica en lugar de en Bethel, frontera real, donde sellan el pasaporte, así que anduvimos cerca de una hora de ilegales en Guatemala sin saberlo y tan contentos.

Bethel y La Técnica están separadas por 10 kilómetros de camino -no es carretera asfaltada- que en el autobús de segunda clase que cogimos se recorren en unos 70 minutos. Lo bueno es que el viaje desde allí hasta Flores -unas 5 horas- no tuvo desperdicio. Los compañeros de autobús -una mujer que viajaba con su bombona de butano, algunos estudiantes que salían de la escuela, un tipo con un saco enorme de mazorcas de maíz, una familia de 9 miembros que iba a visitar a la abuela…- amenizaron el viaje contando que las cuevas que vimos por el camino cobijaron a los guerrilleros no hace tantos años, lo que dio para una charla política en la que no todos compartían opiniones. También conocimos a tres viajeros que hicieron la misma ruta que nosotros: Joe, un entusiasta escocés muy divertido que pensaba quedarse 6 meses entre Centroamérica y Sudamérica, a quien todo le parecía no bien, sino mejor; Valerio, un italiano muy viajado y también de sonrisa fácil que sí había ido a Comitán y nos puso los dientes largos con sus fotos; y Tate, un neoyorquino que venía de grabar el día de los muertos para un documental.

Los cinco nos quedamos en Flores, una isla en el lago Peten Itza muy tranquila. Es parada casi obligada para todos los turistas que entran en Guatemala, y de hecho funciona por y para el turista: restaurantes de distintas partes del mundo, hoteles y hostels por todos  lados y muchos guías intentando haciendo hacer negocio, como en toda localidad dedicada a los extranjeros. Aún así, tiene el encanto del paseo alrededor del lago, donde te puedes bañar. Un día largo y cansado, pero muy entretenido. Como nos dijo ayer Angélica, una camarera de Antigua, «qué lindo es viajar, pero cómo cansa a veces».

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