Una parada en Japón: «perdidos» en Tokio

Esa era la sensación que teníamos: que íbamos a andar muy pero que muy perdidos en Japón. Tanto que hicimos los deberes y antes de coger el avión estuvimos leyendo un montón de blogs en los que informaban de cómo llegar del aeropuerto al centro, cómo moverse por la ciudad, en dónde reservar alojamiento (ahí el tema se puso tenso porque en todas las webs advertían que había que reservar con tiempo y nos íbamos al día siguiente -al final no hubo ningún problema quizá porque era temporada baja-), dónde cambiar moneda…

La sorpresa es que todo resultó mucho más sencillo de lo que parecía, y acabamos cogiendo metros, autobuses y trenes sin dificultades. Si fuimos capaces nosotros, que no somos muy espabilados y en japonés no sabíamos decir más que arigatou, es que no había mucho misterio.

Esa es una de las particularidades de Japón: que a pesar de tener un idioma, una grafía y una cultura muy diferente a la nuestra es un país fácil gracias a que cualquiera se presta a echarte una mano. Por eso cuesta poco disfrutar de una ciudad como Tokio, modernísima y tradicional a la vez, que nos pareció mucho más que la cuna del manga. Pero sobre todo de una gente no sólo muy hospitalaria -cada vez que abres un mapa se acerca alguien para ver si necesitas indicaciones, aunque sea por señas-, sino también sociable y divertida (al menos, los que conocimos). Y eso que no empezamos bien.

Al llegar al aeropuerto de Tokio una policía preguntó muy amablemente si podía revisar nuestras mochilas, así que dijimos que sí -igual había que haber contestado que no- y nos llevaron detrás de unas cortinillas dónde empezaron a sacar la ropa, los neceseres, las zapatillas… hasta que volcaron el equipaje completo. Pero como todo el mundo en aquella sala sonreía y era muy amable aquello no nos pareció mal… los primeros veinte minutos.

Cuando llevábamos cerca de una hora y ya habíamos contestado las mismas preguntas cinco veces, el tema empezaba a cansar. Pero entonces la policía miró su reloj, puso cara de susto como si llegara tarde a algún sitio y de repente era ella la que tenía prisa. Así que con la mochila a medio hacer cogimos un tren dirección Tokio (el aeropuerto de Narita está a casi 70 kilómetros), y al llegar a la estación de Ueno buscamos un taxi hasta nuestros apartamentos -en Tokio, igual que en Kioto, hay casi más oferta de apartamentos que de hoteles, y por el mismo precio (o menos) tienes cocina y nevera, además de lavadora compartida con el resto del edificio-.

A la mañana siguiente nos dimos cuenta que estábamos a sólo 15 o 20 minutos andando de la estación donde habíamos cogido el taxi, así que para compensar nos pasamos todo el día caminando. Y a pesar del frío, aquel largo paseo nos encantó. Cruzamos el río Sumida para llegar al barrio del mismo nombre, donde está el estadio nacional de sumo y el skytree, la torre de comunicaciones más alta del mundo; dimos una vuelta por Asakusa, un barrio tradicional que conserva templos como el de Sensoji, del año 645 -como era domingo estaba hasta arriba de gente, incluido un tipo con kimono que paseaba con una katana como si tal cosa-, bajamos hasta Akibahara, la miniciudad de la electrónica, repleta de chicas manga repartiendo propaganda…

Hay muchísimas cosas que ver en Tokio a lo largo de sus 23 barrios, así que sólo os podemos contar una mínima parte de esta ciudad, pero si vais a ir por allí y aún no tenéis ruta fija, encontramos un muy buen blog que da toda clase de información de forma ordenada y resumida, mejor que cualquier guía. Ahí va el link.

Después de aquel par de días en Tokio nos llevamos una idea muy distinta de lo que pensábamos que era esta ciudad. Para empezar, porque teníamos un montón de tópicos en la cabeza acerca de Japón: que es un país impoluto, que el respeto es norma mucho más que excepción, que todo el mundo va con mascarilla, que los japoneses se entregan al trabajo y dedican poco tiempo al ocio… Y algo de eso vimos, pero con muchísimos matices. Sí, es un país limpísimo, y sí, pueden inclinar la cabeza a modo de respetuoso saludo decenas de veces al día. Pero ni todo el mundo usa mascarilla -sólo se la ponen quienes están resfriados para evitar contagiar a los demás o los alérgicos al polen en época de gramíneas- ni dedican todo su tiempo al trabajo -sus jornadas anuales son sólo algo más largas que la media en España (si os interesa ver cuánto trabajan en cada país, aquí os dejamos un link).

Pero sobre todo piensan muchísimo en el ocio, y además los tíos se lo pasan estupendamente. Lo vimos aquel domingo en Tokio gracias a Kaori, la amiga de la novia de un amigo de un hermano (ahí queda la cosa), que aunque no se le había perdido nada en el barrio donde estábamos, cuando contactamos con ella dijo que encantada de acercarse para sacarnos por ahí a tomar algo, aunque los que estuvimos muchísimo más que encantados fuimos nosotros.

Con ella comimos muy bien además de barato y nos tomamos unas cervezas tan a gusto en Isomarusuisan -nosotros estuvimos en el de Ueno pero hay más repartidos por toda la ciudad-. Aunque en general se come estupendamente en cualquier sitio, o al menos esa es la impresión que nos llevamos. Así que después de los sakes, más comida – se nos hizo la hora de cenar- y muchas risas, nos despedimos de Kaori, que durante un rato pensó que andábamos a la gresca -resulta que muchos de los platos llevaban ajo y hablábamos de ellos en español sin saber que esa palabra significa estúpido en japonés-. A la mañana siguiente nos despedíamos también de esta ciudad para seguir camino a Kioto. Un kampai por Tokio.

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