San Francisco en dos días

San Francisco es una ciudad diferente. No sólo por sus famosas calles en cuesta -algunas parecen estar casi en vertical-, por las casas de colores, por los tranvías de aire retro, porque sea punto de encuentro de los personajes más dispares o por la cantidad de tiendas, restaurantes, salas de conciertos y teatros que se aglutinan por aquí. También, porque en ella todo el mundo es bienvenido. Dicen que en esta ciudad se instalaron buena parte de los hippies de los 60 convertidos en yuppies en los 80. Y con ellos buscavidas, bohemios, aspirantes a actores-cantantes-bailarines, músicos, una buena comunidad de japoneses, también de chinos y más recientemente de latinos (en casi todos los hoteles, bares o tiendas encontrarás a alguien que hable castellano).

Nos contaron que con esa mezcla tan heterogénea se desarrolló esta ciudad, y por eso ahora es mucho más que el Golden Gate, Lombard Street (una calle en zig zag conocida por ser de las más empinadas) o la isla de Alcatraz (se puede llegar allí en barco y ver las celdas de castigo, hoy atracción turística).

Es también un barrio chino enorme y muy auténtico, un centro financiero, otro más «de batalla» donde los sin techo son legión -llama la atención la cantidad de personas que duermen en las calles-, el barrio japonés, en el que realmente parece que te has trasladado al país asiático, decenas de calles curiosas… Por eso, aunque puedes recorrértela en autobús, tranvía o coger una especie de tren de cercanías, el BART, que llega al aeropuerto, quizá la mejor forma de conocer San Francisco sea caminando. Eso sí: hay que prepararse para los repechos, que son unos cuantos en montones de calles. Pero andar por esta ciudad para acercarte a los puestos de comida callejeros, al Fisherman’s Wharf, al famoso barrio de Nob Hill o incluso hacerlo sin rumbo ya es un espectáculo estupendo.

Además, no sería nada raro que durante ese paseo te ocurriera alguna anécdota, porque dicen que en esta ciudad siempre puede pasar cualquier cosa. Por ejemplo, que una alarma escacharrada movilice cinco camiones de bomberos, con despliegue de escaleras y mangueras, en menos de dos minutos ante la cara de susto del dueño del local supuestamente en llamas, que trataba de hacerles entender que no había ningún incendio, simplemente se había roto su alarma.

El caso es que aquí las opciones son miles, incluso sin mucho presupuesto (pensábamos que era una ciudad mucho más cara), así que lo de aburrirse acaba siendo complicado.

Antes de irnos, un tipo que desafiaba la lluvia con un albornoz y unas chanclas nos dijo muy sonriente: hasta la vista. Pues eso, hasta otra.

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